No me lo creo. Me he
despertado sin despertador y cuando el cuerpo ha dicho basta. Me he duchado sin
prisas, disfrutando del momento, sin pensar que gasto demasiada agua o que hay alguien
detrás pidiendo turno. He desayunado lo que he querido, no lo que me impongo
cada mañana, y he repetido de café. ¡Y cafeinado, sí, y sin que nadie me mire
mal!
Todavía no sé la hora que es
porque no he mirado ni reloj ni teléfono, y eso que va siempre conmigo a todas
partes. Estoy sola en casa, solo se oye el silencio y todavía no entiendo qué
pasa hoy, hasta que un riiiiiing enorme me ensordece y despierto.
Evidentemente era un sueño, uno
de los idílicos. Son las 7 y estamos ya terminando septiembre. Esta es la
realidad. Me tapo un poco más para intentar seguir en el sueño, que no termine…
pero no cuela. Vuelve a sonar la alarma por segunda vez (la tengo así por si
algún día me duermo, aunque nunca me ha pasado) y me levanto todavía pensando
en un mundo 'feliz' mientras suenan ya tres avisos de whatsapps y la radio de
la cocina que indica las 7.15h.
¡Horror!
Olvido mi mundo ideal, saco
la cabeza para ver que el peque sigue durmiendo, me tiene que dejar ducharme y
vestirme. Y pienso: qué bonito es soñar, y además es gratis.
¡Y con el tiempo que he
perdido tendré que hacerme una cola de caballo porque no tengo tiempo para
lavarme y secarme el pelo!
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