Cuando era pequeña veraneábamos 15 días en un pueblo de playa y 15 días en la montaña. Cada año lo hacíamos igual. Yo envidiaba la posibilidad de mantener a estos amigos todo el verano y los fines de semana. Yo llegaba y sólo disfrutaba de ellos 15 días. Pero qué 15 días… Pasaba todo el año pensando en esos 15 días, en volver a verlos a todos, pensando que quizás el invierno y la distancia habrían enfriado nuestros lazos… pero era llegar, y como si nos hubiéramos visto ayer por la tarde. En verano todo es más fácil, vives intensamente un mes de agosto de calor, confidencias, primeros amores, ilusiones y sueños que seguramente nunca se cumplirán, pero bajo el sol y con las risas de tus amigos todo parece posible. Cuando se acaban las vacaciones, los amigos desaparecen, hasta el año siguiente.
Cuando creces, pasa un poco lo
mismo, hay amigos que sólo son amigos de verano. Durante las vacaciones parecen
amigos del alma, te ríes con ellos, organizas cenas, excursiones, planeas
diferentes cosas con ellos y disfrutas intensamente de su compañía. Pero cuando
llega el final del verano se diluyen las promesas de vernos durante el
invierno, porque todos tenemos nuestras vidas organizadas y es muy complicado
cambiar las rutinas. Y el año pasa tan rápido que no te das ni cuenta, y
vuelves a estar en chanclas esperando tomarte un mojito con tus amigos y
ponerte al día después de un año.
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